Las ganas
Un día vuelves a casa y al mirarte en el espejo del ascensor descubres que has perdido pelo, tiempo y personas. Pero, ¿qué pasa cuando pierdes las ganas?
Últimamente no hago más que perder pendientes. También calcetines, lo que todavía es más extraño, porque es complicado llegar sin ellos a casa. A veces pienso que se los traga la lavadora y un día el lavabo del baño los vomitará entre espasmos de detergente y agua retenida por esa ranura, la pequeña que está debajo del grifo. Esa en la que en las casas de antes se ponía un celito y a mi me daba mucha aprensión creyendo que escuchaba las patitas de las cucarachas al otro lado: ras ras, ras ras.
La racha de pendientes en búsqueda y captura empezó en diciembre. Ese par había sobrevivido a 25 años de modas, mudanzas y niños con síndrome de cazatesoros. Pero no lo hizo al 2023.
“Donde he perdido algo, piso con más cautela”, escribió Emily Dickinson. Y tiene razón. O al menos aseguras más el cierre.
Me resistí a considerarlo una mala señal, pero la cosa no mejoró al empezar el año: perdí otro que ni siquiera recuerdo no haberme quitado.
Puedo no quitarme el abrigo al llegar a casa y sentarme en el sillón con él y el bolso encima, sin encender ni las luces, mirando cómo la de la farola que da a la terraza entra en el salón. Puedo dejar el carro cargado dos horas con la compra esperando que se obre el milagro y alguien lo recoja. Y también puedo dejar el lavavajillas sin descargar hasta que no sea completamente necesario. Mátame Marie Kondo.
Pero no puedo irme a dormir con pendientes, pulseras, relojes ni horquillas. Todo se me clava y me pica con tal inquina que no dormiré una hora seguida hasta que no me levantem y me quite los pendientes. Voilà. Permiso para dormir desbloqueado.
Ayer me puse otros, pequeños, que nunca se desajustan. Por la noche ya solo llevaba uno. Lo constaté con cierto pavor dentro de esta racha de pérdidas constantes, y no solo de abalorios.
Tal vez la vida vaya de eso, de descubrir que un día vuelves a casa y al mirarte en el espejo del ascensor has perdido pendientes, pelo, amigos, complejos y apuestas. Pierdes el deseo de invertir tiempo y esfuerzo donde no es. Pierdes libros que nunca te devuelven y dinero que prestas. Pierdes oportunidades y a veces también te pierdes. O te pierden. Alguna vez te pasa todo a la vez.
Pero el día que de verdad estas jodido es el día que pierdes las ganas. Porque hasta para ir a la oficina de objetos perdidos hay que tener ganas. Y empezar otra vez aunque parezca muy tarde, muy lejos, muy nunca.
A veces no tienes ganas de volver a poner toda la carne en el asador. Se te ha ido comiendo el vacío mientras corrías como una loca. Nunca fue tan fácil viajar a 20.000 kilómetros para no conseguir desconectar ni a 20.000 kilómetros. Debe ser fantástico tomarse una piña colada en el paraíso mientras un aviso te recuerda que tu chaqueta espera en la tintorería para cuando vuelvas. Vivimos hiperconectados en lo bueno y en lo malo, hasta que la muerte nos libre del estrés, que es pandemia y gurú de todas las urgencias que nos atenazan.
Y todo lo que queremos se queda para después. El otro día escuché que no hay mayor chivato de un alma enferma que la palabra después. Después volveré a escribir o a dibujar. Después veré qué me quema dentro. Después el encuentro y después el amor. Después la incomodidad. Después todo lo que soy, porque ahora me dejo llevar por lo que me dicen que debo ser.
Sé de lo que hablo. Soy una procrastinadora profesional. Intento rehabilitarme y hago terapia con mis lentejas.
A veces, cuando se te empiezar a ir las ganas dejas de hacer planes. Otro no sales de casa en todo el fin de semana y cualquier pequeño contratiempo pesa un quintal. Recuerdo haber leído una reseña del libro “Los días iguales”, de Ana Ribera, que tiene una newsletter por aquí (se llama “Cosas que (me) pasan”) contando cómo un día no pudo salir de casa en toda la mañana para comprar plátanos para sus hijas. Todo el rato iba a salir después.Y ese fue solo un día de los muchos que libró contra la depresión.
Una depresión debe ser algo mucho más caníbal que todo esto. Pero puede que empiece por ahí. Ya no te apetece hacer las cosas que antes hacías o haces muchas de las que hacías buscando sentirte como antes. Pero es que ya no eres la de antes y no funciona, cariño. Una amiga me contó que cuando le sucedió no se reconocía en nada de lo que hacía: sólo arrastraba su cuerpo de la cama al sillón y viceversa como si fuera el de otra persona y, además, ese alguien que llevase a cuestas pesase como un muerto. Todo le parecía difícil y complicado, fuera comprar plátanos o decidir qué preparar para comer. “No sé si es que ya no me gusta quién soy o si es que no sé quién soy”, me dijo un día. No sé cómo se logra salir de algo así. Ella salió y ya nunca habla de lo que le pasó.
De conservar las ganas habla Viva Suecia en esa canción que he escuchado en bucle en los últimos meses. Paradojas aparte se titula “No hemos aprendido nada”.
Y aunque a veces nos resulte más fácil encontrar un pendiente en la ciudad que empezar de nuevo, siempre renta.
Que sí, que da miedo. O pereza. O falta un poco de fe.
Pero… encuentren las ganas (o háganlo sin ellas, en el peor de los casos), sean felices y coman lentejas
Gracias por leer
PD: Mi hijo me ha dicho que el post de hoy no es comprensible para niños porque un niño siempre busca lo que ha perdido. Touché
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Qué bonita manera de decir las cosas tienes Lara, de escribir, describir y emocionar. Porque yo me he emocionado mucho al leer esta nueva entrega de tus lentejas. El después no siempre es malo pero sí es peligroso, porque el después a veces no llega nunca. Tu pierde pendientes… que yo te regalaré nuevos… será por pendiente pero a ti nunca te pierdas… yo nunca te perderé y si un di pasa eso, me daré la vuelta para volver a encontrarte.
Si se puede contar así de bien, sin ganas, sólo puedo suponer que lo consigues porque sigues comiendo lentejas.